Slow Foot.

En la puerta no pone horarios, tampoco se ve el interior. Cogido en la hoja, al cerrar, hay una hoja de cuaderno: “Tardo 5 minutos”. Espero. Las personas que pasan me miran. “Igual tarda un poco”, dice un señor. Pasa un cuarto de hora, ya somos tres a esperar. Me voy.

Vuelvo a la una y diez. Pruebo a abrir, la puerta cede.

¡Eh, ya está cerrado!, dice el zapatero.

-Perdón, no sabía el horario. He pasado antes y he estado esperando…

Me atiende entonces, amable. El cigarro a medio fumar en la boca. 

-Mañana las tienes.

-¿Por la mañana o por la tarde?

Cuando quieras. A las diez de la mañana ya lo suelo tener todo.

Voy esta mañana, las diez y media. Una mujer muy mayor espera cuando entro. Él trabaja al fondo. El taller es largo y estrecho, las paredes cubiertas de estanterías llenas de cajas, herramientas.

“Los encargos no se guardan más de dos días”. Pone un cartel.

Tarda. Miro alrededor, veo mis botas en la horma y unos papeles al lado. En una hoja amarilla, rallada, leo una de las rimas de Becquer escrita a mano.

El zapatero viene desde el fondo con dos botas negras: “Mire, ya tiene las suelas, les he puesto las mas resistentes”.

Pero si esas botas no son mías, dice la mujer. Yo te traje un zapato, solo uno. Uno marrón que se le está soltando el broche. ¿No te acuerdas de mí? Uno solo, no dos botas.

-¿Y por qué me ha dicho que si cuando le he enseñado estas botas?

-¡Yo qué se lo que decías! No oigo nada. El mío es un zapato marrón que tiene roto lo de abrocharse. ¿Ya te acuerdas de mi?

-Si, si, pues para mañana lo tendré.

-¡Para mañana, qué desastre!, dice la mujer marchándose.

¡Pues vaya día llevo, no doy pie con bola!, dice el hombre. ¡Entre lo que me lío yo y lo que me lían…

El zapatero me da mis botas. Me cobra 3€. Le doy un billete de diez.

¿No tienes más pequeño?

Me voy con el bolsillo tintineante de monedas y contenta. Voy a revisar el calzado de casa a ver si encuentro otra excusa para volver.