Paseo por las estanterías de las bibliotecas. Investigo el orden en el que están colocados, ojeo algún volumen. Paseo a la deriva. Ritos de visita. Suelo acabar en la sección de poesía. Antes de coger uno en préstamo lo reviso porque odio que estén subrayados, comentados. A veces renuncio a leerlo, lo dejo enfadada en la estantería. Otras lo cojo en préstamo y borro página tras página, como el de Anne Carson, antes de leerlo. Otras me pilla de sorpresa a mitad de lectura: un libro de Anne Sexton tenía una X enorme, negra, tachando “la balada de la masturbadora solitaria”. Una X. La firma de un analfabeto emocional. Me provocó odio. ¿Por qué tienen que minar un territorio que yo quiero explorar por mí misma? ¿por qué marcar los poemas que consideran mejores, los versos que según el/ella, cifran “la verdad “ del libro?. ¿Y si yo no busco una verdad al leer? ¿si busco perderme, sorprenderme, entrar en diálogo?. ¿Por qué esa necesidad de marcar un libro colectivo, imponer a las/os demás tu forma de leer? Necesidad de dictar sentencia a través de un libro ajeno en lugar de aceptar el diálogo que propone todo buen poema, toda buena historia.
Me gusta utilizar las bibliotecas. Vagabundear por ellas y hacer acopio de libros. Esconderme detrás de ellos un buen rato y sólo después elegir los que me llevo. Para mí leer es también eso. Y retrasarme en la entrega de un libro porque quisiera quedármelo y repasarlo justo antes de devolverlo ya de pie en la fila, y fijarme cual es su sitio para volver a visitarlo cuando lo necesite….
Sólo una vez esas marcas de lectura me provocaron ternura. En el libro de Carlos Marzal: Metales pesados, alguien había subrayado las palabras que no entendía. En el margen de la página estaban escritas las definiciones en letra pequeña y pulcra.