había sesiones de cuentos para adultos en Zaragoza entonces, mínimo una vez al mes. Ruth, como el resto de amigas, venía siempre a las que yo organizaba. Ella llegaba temprano, cogía buen sitio. Al acabar se venía a tomar algo. Se ponía junto al narrador, a la narradora, muy cerca, no respetaba las distancias corporales, y decía: «A mí no me gusta escuchar cuentos. Me aburre. Vengo porque lo organiza Cristina y porque veo cuánto os gusta, pero yo me aburro.» Cada vez. Me enfadaba oírla, o me daba la risa. Ahora creo que intentaba entender, cada mes, qué era lo que se perdía en ese gesto extraño de contar y escuchar historias. Por qué a ella no le llegaba el placer de este gesto en el que a mí, y a los narradores y narradoras que venían, se nos va la vida. Esta vida que ahora es más extraña sin Ruth.